75 ANIVERSARIO DEL INCENDIO DE SANTANDER

Del viento a la ceniza

Vista desde la Catedral de la calle Puente y la plaza Vieja. Foto: Joaquín Arauna. Fondo Joaquín y José Luis Arauna / CDIS / Ayuntamiento de Santander

El incendio de 1941 quemó todo menos la memoria. ¿Qué sucedió aquel 15 de febrero para que la ciudad se hundiera entre las llamas? Los testigos hablaban de remolinos de fuego y de brasas cayendo como si fueran nieve. Hoy, 75 años después del siniestro, las calles arrasadas solo existen en los mapas pero en las imágenes aún se advierte la devastación. Esta es la historia de una fatal coincidencia, la crónica de un vendaval que abrasó la Puebla Vieja hasta convertirla en humo

Algo iba mal aquella tarde de sábado.

Las rachas de aire frío agitaban las faldas de las mujeres mientras los hombres se cerraban las levitas. En el Paseo Pereda se escuchaban sus tacones entre el zumbido del tranvía eléctrico y los pocos coches que circulaban entonces por las calles de Santander. Poco duró la estampa de invierno de aquel 15 de febrero de 1941. Sin previo aviso, las ráfagas cambiaron el rumbo y se levantó un extraño viento sur. La luz se volvió brillante. Y caliente. Pero ese aire, tan habitual en el paisaje de la ciudad, era demasiado violento. Resultaba insolente, como si en vez de soplar estuviera dando bofetadas a las fachadas de las calles.

Algo iba mal aquella tarde de sábado y la naturaleza fue la primera en advertir a los santanderinos.

Todo empezó cuando una mutación repentina convirtió el viento en un ciclón cálido, un “huracán”, dicen quienes lo vieron. El cielo se revolvía como un perro encadenado y la Bahía respondió llenándose de olas y espuma, mientras las barcas se estrellaban contra los muelles y el agua se desbordaba por las aceras hasta lamer los portales. Después siguieron las ramas de los árboles de la Alameda de Oviedo y El Sardinero, que se doblaban como papel de estraza. Luego fueron los troncos, cuyas raíces centenarias se salían del suelo como si fueran plastilina. Para entonces, la Bahía se había convertido en un cementerio de botes volcados, barcos a la deriva hacia el Muelle de Maliaño y amarres que emitían chillidos de metal. La Grúa de Piedra estaba cubierta de agua salada.

El suministro eléctrico comenzaba a fallar. Todo se detenía de repente. Todo, menos el viento, que arreciaba cada vez con más odio.

El fuerte viento y el oleaje de aquel 15 de febrero. Cortesía de RTVE

Eran las seis de la tarde cuando el tranvía dejó de funcionar. Poco después, los siete cines que había entonces en Santander pararon sus películas. Aquella tarde, el Teatro Pereda proyectaba ‘La vuelta del ruiseñor’ y el Gran Cinema, ‘Aula de señoritas’, pero nadie las vio terminar. Los espectadores salieron a la calle y apenas podían caminar ante la fuerza del viento. Aturdidos, les faltó tiempo para buscar refugio en los locales cercanos, que empezaban a apuntalar puertas y ventanas con todo lo que tenían a mano.

A medida que avanzaba la tarde, las cafeterías, templos del ocio contemplativo de aquel Santander de la posguerra, se convirtieron en trincheras de cristal que crujía a cada embiste. Quienes lo recuerdan se refieren a aquel viento como un “tornado”, un cuerpo invisible que arrasaba lo que encontraba a su paso: las sillas salían despedidas, los escaparates reventaban y no tardó en tirar la red del tendido eléctrico. Y ahí estalló el miedo. Las calles se llenaron de cables de conducción que escupían chispazos y descargas. Eran serpientes en posición de ataque que amenazaban a los que trataban llegar a sus casas. Pocos lo consiguieron porque, para ese momento, sobre las nueve y media de la noche, la fuerza del viento hacía imposible caminar si no era arrastrándose por el suelo.

Lo siguiente en llegar fue la oscuridad. A las diez de la noche, la zona oeste de la ciudad se quedó sin luz, y mientras caían del cielo como guillotinas pedazos de cornisas, miradores y tejas, Santander se sumió en las tinieblas. Ahí empezaron a declarase los primeros incendios, pequeños fuegos que contribuyeron al miedo generalizado. En ese momento, el viento sur se había transformado en el aliento del mismísimo infierno. Sin embargo aquello no era viento. Era otra cosa, algo que soplaba a 140 kilómetros por hora y que, como si tuviera hambre, arrancaba a cada bocanada la protección de los tejados. Sus golpes levantaban las tejas y dejaban al descubierto las estructuras de madera, con sus vigas resecas y golosas. Dentro, las familias miraban por la ventana el paisaje de desolación que aquel huracán estaba provocando sin saber que, en realidad, se estaban asomando al preludio de una catástrofe mayor: el incendio que iba a tragarse una ciudad que ahora sólo existe en mapas.


El viento sur se había transformado en el aliento del mismísimo infierno


MAPA1_escritoriook

El punto de partida fue una chimenea. Pudo ser un chispazo, una negligencia, el calor. Las crónicas de entonces dan pábulo a los testigos, muchos de los cuales afirmaban haber visto en un cortocircuito el motivo de las primeras llamas. Sin embargo, según los informes oficiales, “las brasas del fogón de un inquilino de la pensión” provocaron el incendio en un tejado vecino.

Las instalaciones anticuadas, los edificios de madera, viejos, adosados y azotados por el sur, era el galimatías perfecto para la deflagración en cadena que estaba a punto de suceder desde el número 20 de la calle Cádiz. Ahí comenzó el inicio de una larga lista de fatídicas coincidencias que acabaron convirtiendo en cenizas la parte antigua de la ciudad.

¿Qué hubiera pasado si ese pequeño incendio se hubiera extinguido, como hicieron los bomberos con otros focos que aquel vendaval provocó en distintos puntos de Santander?

El cuerpo de bomberos, formado por voluntarios y profesionales y rehecho tras la contienda civil, fue sofocando las primeras alertas que recibían. Sin embargo, aquella maldita chimenea, una más del barrio de toneleros que era entonces la calle Cádiz, elevó su fuego demasiado rápido al tejado del edificio desde el que, como un dominó rojizo, saltó sin dificultad al número 15 de Rúa Mayor. Antes de que los bomberos pudieran hacer nada, se había propagado por los tejados aledaños hasta convertirse en una pared incandescente. El desastre había empezado.

La gente pasea por la calle Atarazanas con la esquina Lealtad, días después del fuego donde solo quedan escombros. Colección Víctor del Campo / CDIS / Ayuntamiento de Santander

El viento sur funcionaba como un soplete en manos de un sádico. En cuestión de minutos, las llamas se convirtieron en enormes brazos que se agarraban a los edificios hasta hacerlos desaparecer. De ese abrazo no se salvó ni el cercano Palacio Episcopal ni su punto más alto, la torre de la Catedral. Esa noche sus campanas no dieron las doce: lo único que se escuchó de ellas fue el estruendo que hicieron al caer, momentos antes de fundirse.

Las familias de Rúa Mayor y Rúa Menor huían con lo puesto entre los bufidos de las ventanas al estallar y el ruido del viento que inflamaba el aire como un diabólico pulmón.

El incendio era en una gigantesca ola de fuego que lamía los edificios y los deshacía como si fueran de cera. Como una marea, llegó hasta la calle San Francisco, La Ribera y La Blanca (donde actualmente se levanta La Porticada), y amenazaba con seguir subiendo hacia Tantín. No había acabado de arder un edificio y las ascuas saltaban como pulgas al siguiente. Para ese momento 50 inmuebles se habían quemado. Quienes lo vivieron aún recuerdan la estampa: ver caer ceniza y brasas como si fuera una tormenta de nieve.     

El huracán peinaba las llamas de forma horizontal y Santander ardía en una línea de doscientos cincuenta metros. Caía como una sábana sobre Atarazanas, Rúa Mayor, Rúa Menor y Somorrostro. La Catedral había capitulado y el fuego avanzaba por la desaparecida Ría de Becedo. Desde el punto más alto de la ciudad llovían rescoldos sobre la Puebla Vieja y encendían nuevos fuegos. Todo se multiplicaba: el miedo, las deflagraciones, el humo, el desconcierto; cualquier intento de los bomberos por controlarlo resultaba estéril y solo dejaba chorros de agua desquiciados por el viento.

¿Qué más necesitaba el fuego que un vendaval para fijar la retaguardia de su avance? Como un estratega militar, su ataque no se limitó a una única dirección sino que del epicentro avanzó cosiendo los flancos del Santander antiguo sin encontrar resistencia. En su conquista, las hogueras pronto invadieron las calles hasta la iglesia de la Anunciación, fulminando los almacenes de Pérez del Molino. Después ardió la calle de la Compañía (ahora Juan de Herrera), donde otra línea de fuego avanzaba por la Plaza de las Escuelas y Tableros, y apuntaba hacia el norte por los ramales de Carvajal y Santa Clara, hacia la calle San José. Allí se habían refugiado mujeres, niños, ancianos y un gran número de enfermos, a los que el Ejército volvió a desalojar sin apenas tiempo. El fuego se dirigía hacia la empinada Atalaya, que no tardaría en caer. Mientras los edificios de la calle San Francisco comenzaban a derrumbarse, las llamas  enfilaron la calle del Peso y la Plaza de los Remedios.

Todo arde en pompa como una enorme rueda incandescente que gira y avanza, propagándose sin remedio a pesar de las trampas de agua con las que se encuentra. ¿Qué hacía la población mientras el paisaje de su vida se reducía a la nada en cuestión de segundos? Salvar la vida. Y poco más, tal era la brutalidad del fuego y su golpe acelerado.

La Puebla Vieja, el Santander del siglo XVI alrededor del cual se construyó la ciudad, estaba a punto de desaparecer entre el humo como en un macabro truco de magia.


Las llamas se convirtieron en enormes brazos que se agarraban a los edificios hasta hacerlos desaparecer


▲ Trabajos de extinción en el extremo oeste de la calle San Francisco donde estaban los famosos almacenes el Águila. Foto: Colección Samot. Vídeo: Cortesía: TVE

Son las dos de la madrugada cuando entra en vigor el Estado de Guerra, decretado por las autoridades de entonces, tras una reunión de urgencia en el Café Boulevard en la que deciden mandar emisarios a las provincias limítrofes.

Santander está exhausta. El centro de la ciudad se deshace en llamas. Necesita ayuda pero las comunicaciones están cortadas: el viento ha derribado los postes de los tendidos telegráfico y telefónico, y ha bloqueado con árboles y piedras las carreteras de la provincia. Y mientras los vecinos buscan cobijo más allá del alcance del humo y el horror, lo que cae sin remedio no son sólo sus viviendas sino también el motor económico y comercial de la época. El resultado final será la destrucción de 508 establecimientos y la ruina de más de 150 hoteles, pensiones y bares. Pero en ese momento nadie ha empezado a medir la magnitud de la catástrofe, que apenas unas horas después de haber comenzado ya ha fulminado doscientos edificios en la ciudad: más de uno por minuto.

Sitiada por mar y tierra, Santander aguarda la ayuda que aún tardaría horas en llegar, así que a falta de más medios, era el momento de detonar, de herir a la propia ciudad para dejar en pie lo que aún era salvable: el gobernador civil da luz verde para utilizar dinamita. El objetivo principal era proteger la Electra de Viesgo, amenazada por la dirección imperturbable que llevaba el fuego tras arrasar Tantín. De alcanzar la ‘fábrica de luz’, sería el golpe mortal para la actividad económica de la ciudad, y sobre todo para la consiguiente recuperación a la que tendría que hacer frente tras el incendio.

▲  Imágenes de la calle Atarazanas que muestran los destrozos en el entorno de la Catedral. A la izquierda, foto de Joaquín Arauna de la Colección Victor del Campo / CDIS y a la derecha imagen de autor desconocido de la Colección Víctor del Campo / CDIS / Ayuntamiento de Santander

La primera explosión se escuchó a las tres y media de la madrugada del domingo. En el calendario ya era 16 de febrero. Los artificieros dinamitaron varios edificios para hacer de cortafuegos en la zona norte de la calle Tantín y la calle Sevilla. Aquella explosión truncó la jugada del incendio y no hubo jaque mate al suministro eléctrico de la ciudad:  Viesgo se salvó. Las detonaciones se repitieron después en Atarazanas y en la Plaza de Dato, lo que según las crónicas de entonces “salvó en buena parte la iglesia del Sagrado Corazón y su torre”, que quedaron al mismo borde de las llamas.

Se asomaba el amanecer y el incendio se ensanchaba al capricho de las rachas de sur, que insistían en golpear a la ciudad con sus bofetadas de humo, esquirlas ardientes y brasas. ¿Era imposible parar aquello? Los medios con los que contaba Santander no sólo eran escasos sino antiguos, y apenas preparados para semejante infierno. Se habían mandado emisarios en moto para pedir ayuda a otras provincias y la dinamita hacía su efecto, pero se necesitaba algo más. La solución la tuvieron siempre cerca: amarrada en el muelle de Maliaño, la radio Marconi del barco ‘Turia’ lanzó su plegaria.

‘S.O.S. Santander en peligro’. El mensaje lo cazó en alta mar el ‘Monte Ayala’, un buque que huía del fatídico temporal y que reprodujo a su vez al vapor ‘Cristina’. El mensaje se recibió por fin en La Coruña y, aunque tarde, la mecha del auxilio al fin prendió.

La madrugada del domingo al lunes salieron hacia Santander bomberos de todo España: Madrid, Bilbao, San Sebastián, Palencia, Burgos, Oviedo, Gijón, Avilés. Llegaron más de 24 horas después de que se declarara el incendio. Para entonces, la combustión había condenado a la ciudad a una oscuridad que afectó incluso al posterior recuerdo ya que, para ese momento, habían ardido las sedes de los tres periódicos de entonces: ‘El Diario Montañés’, ‘La hoja del lunes’ y ‘Alerta’.

A esas horas se contabiliza un muerto (Julián Sánchez, miembro del Parque de Bomberos de Madrid), cien heridos y más de mil casos de conjuntivitis provocados por el humo y las cenizas. Lo extraordinario de la catástrofe no fue la galería de destrucción que dejó tras fulminar 1.783 viviendas sino el hecho de que su aplastante victoria no dejara más víctimas. En una ciudad de 100.000 habitantes, más de 10.000 se quedaron en la calle con lo puesto, sin un techo donde vivir, sin alimento, ni recursos, y  7.000 personas perdieron su trabajo. La razón de que las pérdidas solo fueran materiales está en el desalojo fulminante que tanto bomberos, Ejército y sobre todo héroes anónimos llevaron a cabo. Solo en eso fuimos más fuertes que las llamas. En nada más.

▲  Portada de El Diario Montañés del 19 de febrero.

Santander sigue envuelta en una nube de humo. No se cansan ni el fuego, ni tampoco los voluntarios, soldados y bomberos, que durante 43 horas seguidas han combatido contra el incendio. Sus esfuerzos, y la leve tregua que les concede el viento, da resultado y el lunes se empieza a dar por controladas las llamas. Solo una docena de edificios, como el de la Delegación de Hacienda, cuyo acabado en piedra le ha convertido en superviviente de una matanza urbanística, sigue en pie para evidenciar que antes de la desolación hubo portales, ventanas y comercios ahí donde ahora se amontonaban restos como cadáveres amorfos.

Después de casi tres días de destrucción, el incendio se resiste a morir: no deja de resucitar de sus propias cenizas. Arde sobre lo ardido. Y aunque el humo se atrofiaba bajo los 22.000 litros de agua que disparaban las mangueras, las bombas de agua salada y los vehículos cisterna, lo cierto es que la labor de extinción se prolongó durante 72 horas.

▲  Cientos de vecinos con sus colchones y objetos personales tirados en plena calle el domingo 16 de febrero de 1941, al día siguiente de desatarse el incendio. Colección Samot

El sur había parado. Luego llegaría el nordeste, ese otro viento que con su identidad trajo la lluvia para limpiar la atmósfera de ceniza y polvo. Aun así, las brasas del incendio continuaron ardiendo hasta dar su último estertor quince días después de haberse declarado.

El coste estimado de daños fue de 200 millones de pesetas. Lo que se perdió, sin embargo, es de valor incalculable.

Santander había naufragado en el fuego y cuando la tempestad cedió, los restos del desastre emergieron sobre la superficie carbonizada del suelo. Entre los escombros aparecieron bañeras y cajas fuertes fundidas, muebles deformados y los primeros vecinos rebuscando bajo el polvo algo que les devolviera un pedazo de su hogar.

Algo iba mal aquella tarde del 15 de febrero de 1941 en Santander.

Y aún hoy, 75 años después del incendio, ese algo se echa a temblar cuando el viento sur se asoma por la Bahía. Su luz aún recuerda la ciudad que ya no es, una sombra que solo existe en el agónico reflejo de los mapas de entonces.

Vista de las calles Méndez Núñez y Cádiz con el crucero ‘Canarias’ al fondo. Foto: Joaquín Arauna. Fondo Joaquín y José Luis Arauna / CDIS / Ayuntamiento de Santander